01/07/2025

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El comercio de varios siglos entre el imperio español y el imperio chino

26/07/1991

Por Javier Peláez Ibianski


Fue en Manila, el puerto más hermoso de las Islas Filipinas, donde, a partir de 1565, se estableció una relación duradera de España con el Asia Oriental.


Esta presencia española en el Sureste Asiático tuvo dos grandes efectos. De una parte, fue evangelizada una gran parte de la población filipina, dando lugar a que hoy, en vísperas del siglo XXI, aquel archipiélago constituya el único país católico de Asia.


De otra, se creó un vínculo económico importantísimo entre el imperio español y el imperio chino.


Aun cuando los españoles no fueron tan lejos como sus vecinos portugueses en adoptar las modas chinas, se dio en ellos, desde el inicio de la incorporación de América a la Corona de Castilla, un ansia verdadera de conseguir las bellísimas sedas y porcelanas del inmenso país de la paz celeste.


Los portugueses del Brasil empleaban quitasoles, abanicos y bastones chinos; se hacían transportar en palanquines chinos; adornaban sus camas con sobrecamas de seda china; comían en vajillas chinas; llenaban sus casas de muebles de taracea en nácar sobre los cuales colocaban figuras de porcelana de Kuan Yin, la deidad china de la compasión; e incluso remataban sus edificios con tejados inclinados cuyos aleros curvos apuntaban hacia el cielo con la misma delicadeza que sus modelos originales en Catay.


Los españoles, aun sin llegar a tal extremo, apetecían los perfumes, las alhajas de diseño intrincado, las porcelanas, las sedas, los damascos y satenes que los hábiles artesanos de la mayor nación de Asia producían con mayor destreza - y a menor precio - que pueblo alguno de Occidente.


La plata española


En la última década del siglo XVI, la tela china se vendía a un noveno del precio de su equivalente fabricada por los españoles del Perú. Entre tres y cuatro mil toneladas de
plata, tanto de México como del Perú, fueron enviadas al Asia Oriental entre 1570 y 1580. La mayor parte de esta plata fue a parar a la China.


Llegó a alarmar a la Corona Española que, al ser el Celeste Imperio tan rico en toda clase de productos, no necesitaba importación alguna sino que absorbía plata, exclusivamente, en pago de sus cotizadas exportaciones.


Al ser la moneda española de ese metal precioso, a lo largo de los siglos, la única moneda de Occidente que jamás se adulteró, fue la más cotizada en todas partes para el comercio internacional. El gran imperio chino no fue una excepción. El dólar español de México se convirtió en moneda principal de toda la costa china. Aún en el siglo presente, en 1948, se podían hallar por todo el enorme país asiático piastras con la efigie del monarca español Carlos III, igual que en las monedas americanas de doscientos años antes.


Aunque los comerciantes del Perú virreinal tenían oficialmente prohibido el comercio directo con el Asia Oriental, les fue posible, gracias a su inmensa riqueza en el metal precioso, sobrepasar en las pujas a sus colegas mexicanos para adquirir grandes cantidades de mercancías chinas y reexpedirlas al Perú.


En la década última del siglo XVI, el valor anual medio del comercio entre Acapulco y El Callao osciló entre los dos y los tres millones de pesos, casi todo ello en mercancías chinas. En 1602, el Cabildo de México se quejó a la Corona de que la adquisición de productos chinos absorbía todos los años cinco millones de pesos, proviniendo más de la mitad de esta cifra del Perú. Los artículos fabricados en México apenas suponían la décima parte de este comercio. Además, la producción mexicana de seda se fue a pique al combinarse la importación de seda china con la escasez de mano de obra en tierras de Nueva España por causa de varias epidemias.


La Corona, consternada por el "pozo sin fondo" del magno imperio asiático que engullía plata en cantidades industriales, intentó restringir drásticamente este comercio limitando el número de buques que se podían dedicar a él, su tonelaje, y la cantidad de dinero, o de plata en lingotes, que se podía emplear con este fin.


Por su parte, el Gobierno Imperial chino se alarmó en igual medida por causa de este tráfico, pero por otra faceta del mismo: la inflación que la absorción de la plata española produjo en el coloso de Asia. Igual que sus homólogos españoles, las autoridades del Celeste Imperio promulgaron leyes que restringieran el tráfico mercantil con el mundo hispano.


El contrabando


El resultado lógico de las medidas adoptadas por ambos gobiernos fue una apoteosis del contrabando. Tanto los españoles como los chinos hicieron caso omiso de las leyes, disposiciones y decretos que ponían trabas a lo que les apetecía.


Los sacerdotes del Perú predicaron que las leyes en cuestión eran injustas y, por tanto, no obligaban en conciencia. Los mismos virreyes de los reinos americanos de España participaron en el tráfico ilegal. También lo hicieron los inquisidores; dado que su equipaje, y el de sus familiares, estaba exento de inspección aduanera, hicieron embalar las mercancías chinas en cajas dirigidas a sí mismos.


Otra brecha en la barrera jurídica la proporcionó que el Perú aún pudiera comerciar legalmente con Nicaragua, región que proporcionaba brea para calafatear los buques. Fue sencillo llevar los artículos chinos desde el puerto mexicano de Acapulco hasta los nicaragüenses de Realejo y Sonsonate, donde eran estibados a bordo de naves peruanas. De manera similar, la plata que oficialmente se expedía del Perú a Nicaragua y Guatemala acababa, por arte de birlibirloque, en Acapulco.


Dentro del territorio que, en la época española, correspondía al Perú, las mercancías asiáticas se desembarcaban en Paita o cualquier otro puerto al norte de El Callao. Guayaquil se convirtió en centro de contrabando de primer orden puesto que los barcos que, desde la América Central, llegaban a sus astilleros para efectuar "reparaciones" se veían obligados a desembarazarse de su "lastre" y, después, nunca regresaban de vacío.


Por el lado chino, sucedió tres cuartos de lo mismo. Los capitanes y pasajeros de los buques españoles que llegaban a Cantón o a Xiamen para "avituallarse" hacían "regalos" a los mandarines de esos puertos; los magnates chinos, a su vez, les correspondían con "regalos de la tierra". Igual que en América, arribaron naves españolas necesitadas de "reparaciones"; éstas, como era natural, no se podían efectuar hasta que se hubiera descargado el "lastre", de cajas de plata, que traían. Una vez efectuada la "reparación", y dado que las eficaces brigadas chinas de limpieza habían retirado el "lastre" original que los españoles habían depositado sobre el muelle, era preciso volver a tomar "lastre" para estabilizar las naves: cientos de cajas repletas de porcelana y seda.


De esta manera, la naturaleza humana se impuso a las leyes de dos gobiernos imperiales. Dos pueblos inteligentes, hermanados por el mismo espíritu hedonista, lograron gratificar sus ansias a despecho de ordenanzas y decretos.

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